Antonio Medeira. Arte de la guerra, capítulo uno…

 

Arte de la guerra, capítulo uno :

llevar al enemigo a una guerra no deseada

 

Hacía en realidad poco que le habían rentado allí un departamento. En todo caso, cualquier información era útil. No podía hacer ya nada. Así eran las cosas. En las noches escuchaba los gemidos, los gritos, las risas y, es cierto, un olor a vísceras. Sin embargo, esos gemidos y esos gritos no eran de torturas, sino de escenas de lujuria y de gula. La vecina se llamaba Soledad. Andaba a veces con un tipo al que nunca pudo verle la cara, el caballo. Siempre que se la encontraba la acompañaba por las escaleras, subiera o bajara. Era su víctima antes de verla desnuda. El edificio, de más de seis pisos, tenía que ser demolido para la construcción de una avenida. Como en la mayoría de casos, una parte de la gente se opone, resiste o se empecina en exigir más dinero del que ofrece el Estado. Entonces, si no ocurre un accidente, se dan casos de desalojo por trata de personas, maltrato infantil, perturbación a la moral gracias, en parte, a él, colaborador y delator, y a las labores del gerente de obras y su gabinete de abogados.

El caballo lo invitó a pasar. Soledad lo saludó y le recordó de nuevo que sólo era por esa vez. La excepción quizás se debiera a que se decían cosas de él en el edificio. Claro, lo trataban mejor que otros vecinos. Además, a pesar de su edad, era recibido con naturalidad y cortesía. Hablaron de las nuevas avenidas. Él prefería evadir el tema. La mesa del comedor estaba casi vacía. Lo único que había encima era la caja de cuchillos. Hizo algún comentario al respecto tratando de desviar la conversación. Se trataba de una fina colección, heredada de una tía de Soledad que mataron en el golpe. Soledad estaba acompañada de otras dos chicas, una loba y una osa. Pensó en las máscaras, de haberlo sabido hubiera comprado la de un zorro o la de una rata. “Hoy invitamos a un bombero”, dijo Soledad. “Trabajaba por la zona, pero fue enviado a retiro de forma anticipada porque la estación de bomberos también fue cercenada por las retroexcavadoras”, explicó el caballo haciendo un ademán de corte con la palma de la mano y reaccionando al timbre de la puerta. El bombero se llamaba José y había venido de uniforme y como perro.

Cuando cayó al suelo con el pene erecto, le dijeron que así estaba previsto. Tenía el cabello engominado, un traje de lino y en su pecho una medalla. Soledad ordenó ponerlo en la cama. El caballo preparó la cámara y dejó cuatro cuchillos en la mesa de noche. Las dos chicas se desnudaron. Soledad se sentó y dio las indicaciones necesarias. Como convenido, él solo observaría. El caballo empezó a grabar. La loba le bajó el cierre del pantalón al recién desvanecido y el miembro erecto se catapultó en vertical para luego descender a una inclinación casi perfecta de cuarenta y cinco grados. La osa le introdujo un anillo negro en su base y lo estranguló lo suficiente para mantener la elevación y la consistencia del miembro. Luego inspeccionó el anillo por sus dos lados y midió con su mano la distancia de éste hasta la punta del glande. Enseguida la loba empezó a tocarse los senos, el sexo peludo, las piernas bronceadas, acarició a la osa, le lamió sus pezones, le besó el cuello y le introdujo la lengua en el ombligo. La osa se mordió los labios y empezó a masturbar al bombero con los dos pies. El caballo hacía planos fijos, trataba de mantener la cámara pegada a su cuerpo y se mantenía quieto uno o dos minutos. En un momento dado, la osa empezó a jugar entre sus piernas con la cabeza del bombero, al punto de dejar entre el cabello engominado una zona húmeda y aplastada.

Sin que estuviera previsto, el caballo le pasó la cámara y él la recibió nervioso. Filmó en plano general la entrada de los cuchillos. Primero el caballo se los pasó a las chicas y enseguida se desnudó. Con los cuchillos, la loba y la osa fueron quitando uno a uno los botones del uniforme, los botones de la camisa y entre risas, con mucha delicadeza y con ayuda del caballo dividieron en dos el pantalón y la ropa interior para dejarlo sin uniforme. Él las siguió de cerca mirando a través del visor de la cámara. El cuerpo atlético del bombero parecía más firme y duro. La osa se metió a la boca el sexo descomunal del caballo. Mientras tanto, la loba, sin mayor protocolo, introdujo el pene del bombero dentro de su vagina. Entonces la mirada, no solo de la loba, sino también de la osa y del caballo, se dirigieron a la cámara o más bien a él que veía a través de ella. Soledad se acercó por detrás y le bajó la bragueta. Sin querer se filmó su erección. Dio un paso hacia atrás, rosó con su mano una pierna de Soledad. Sintió sus pechos contra su espalda. Bajó la cámara y miró hacia la ventana. Afuera se construían grandes avenidas y se derrumbaban viejos edificios: hoteles, clínicas, casas, jardines, talleres, tiendas, etc. A veces, para expulsar a los habitantes, se provocaban incendios y se aseguraba que los bomberos llegaran tarde. A él también lo habían desplazado y creyó que ahora que vivía del desplazamiento de los otros no lo volverían a desplazar. El trabajo escaseaba, peor aún con los años que tenía.

Soledad tomó la cámara y empezó a filmarlo. Antes de poder tapar el lente con la mano, la loba lo tomó de la cintura y entre el Caballo, la osa y ella, lo desnudaron. En un momento intentó tomar todas sus prendas para salir corriendo. Solo que ante la cámara y el cuerpo desnudo de Soledad no pudo más que recostarse sobre la cama junto al bombero. Penetró a la osa mientras veía como la loba cabalgaba sobre el equino. La osa se subió al bombero y él la penetró por detrás, por lo que recibió un rasguño en el pecho. Se dejó luego masturbar por las dos chicas y sodomizar por el caballo. Soledad siguió con la cámara cada uno de sus movimientos, de sus avances y de sus retiradas. De nuevo entraron los cuchillos. El Caballo los habían tomado y se los pasó a las chicas. Le cortaron el pene al bombero, la sangre retenida salpicó todas las caras, las de los animales y las de él y Soledad, los únicos humanos. Rebanaron el miembro, se lo comieron y lo obligaron a comer. Se vino luego en los pechos de la osa que con las manos todavía untadas de sangre esparció el semen por su vientre y acabó por embadurnar la boca de él con la mezcla.

El video se lo enviaron a la policía. El único rostro visible era el suyo. Lo arrestaron y lo desalojaron por segunda vez. Prefirió no acusar a nadie. Ya en la cárcel se enteró que poco después, el edificio se había incendiado. La cifra de cadáveres irreconocibles era notable. La construcción fue arrasada y por ahí se construye la avenida. Así era entonces.

 

 

 

Antonio Medeira (El Desierto, 1985), poeta y difamador. Ha publicado en revistas de masonería y en folletines pornográficos.

 

 

 

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