Charles Simic. Por qué sigo escribiendo poesía

 

Por qué sigo escribiendo poesía

 

Cerca del fin de su vida, cuando vivía ya en el asilo de ancianos, mi madre me sorprendió al preguntarme si seguía escribiendo poesía. Cuando le solté que aún lo hacía, me miró con incomprensión. Tuve que repetir lo que le había dicho hasta que suspiró y meneó la cabeza, probablemente pensando “este hijo mío siempre ha estado un poco loco”. Ahora, a mis setenta, personas que no me conocen bien me hacen esa pregunta de vez en cuando. Sospecho que esperan escuchar que he recobrado el juicio y dejado atrás esa boba pasión de juventud, de modo que se sorprenden visiblemente cuando les confieso que no es así. Parecen pensar que se trata de algo completamente malsano e inclusive escandaloso, tanto como si a mi edad anduviera con una chica de secundaria y saliéramos juntos a patinar por las noches.

Otra típica pregunta que les hacen a viejos y jóvenes poetas en entrevistas, es la de cuándo y por qué decidieron convertirse en poetas. Lo que se asume es que hubo un momento en el que se dieron cuenta de que no podía haber otro destino para ellos que no fuera escribir poesía, acto seguido, el anuncio de esto a sus familias, con la exclamación de sus madres: “Oh Dios, ¿qué hicimos para merecer esto?”, mientras que sus padres se sacaban los cinturones y los perseguían por la habitación. Con frecuencia he estado tentado a responderles a los entrevistadores, con gesto serio, que elegí la poesía para tener en mis manos todo el dinero de los grandes premios que están por ahí, ya que informarles que en mi caso no hubo ninguna decisión inevitablemente los decepciona. Ellos quieren escuchar algo heroico y poético, y les digo que sólo era otro muchacho de secundaria que escribía poemas sin otra ambición que impresionar a las chicas. Al no ser el inglés mi lengua nativa, también me preguntan por qué no escribo mis poemas en serbio, y me cuestionan acerca de mi decisión de deshacerme de mi lengua materna. De nuevo, les parece frívolo cuando les explico que para que la poesía pueda ser usada como un instrumento de seducción, el primer requisito es que se entienda. Es improbable que alguna chica estadounidense que tome Coca-Cola se enamore de un chico que lee sus poemas en serbio.

El misterio para mí es que he seguido escribiendo poesía aun cuando desde hace mucho ya no tengo necesidad de ello. Mis primeros poemas eran penosamente malos, y los que vinieron después no mejoraron demasiado. En mi vida he conocido a numerosos poetas jóvenes de gran talento que renunciaron a la poesía, incluso después de que les dijeron que eran genios. Nadie cometió jamás ese error conmigo y sin embargo seguí adelante. Ahora lamento la destrucción de mis poemas tempranos, porque ya no puedo recordar sus modelos. Cuando los escribí leía sobre todo ficción y tenía pocos conocimientos sobre poetas modernistas y contemporáneos. La única exposición importante que tuve a la poesía sucedió en el año que estuve en la escuela en París, antes de llegar a los Estados Unidos. No sólo nos pedían leer a Lamartine, Hugo, Baudelaire y Verlaine, sino que nos hacían memorizar ciertos poemas y recitarlos frente a la clase. Eso fue una pesadilla para mí, con mi rudimentario francés hablado, y garantizó la diversión de mis compañeros, que se burlaban de la forma en que pronunciaba algunos de los versos más bellos y famosos de la poesía francesa —así que por años no pude hacer un balance de lo que aprendí en aquella clase. Hoy me queda claro que mi amor por la poesía viene de esas lecturas y recitaciones, que tuvieron un impacto más profundo de lo que pensé cuando era joven.

Recientemente me di cuenta de que en mi pasado hay otra cosa que contribuyó a mi perseverancia en la escritura de poemas, y es mi amor al ajedrez. Aprendí el juego a los seis años, en tiempos de guerra en Belgrado, gracias a un profesor de astronomía retirado y durante los años siguientes me hice lo suficientemente bueno para derrotar no sólo a los niños de mi edad, sino a muchos de los adultos del barrio. Mis primeras noches de insomnio, lo recuerdo, se debieron a los juegos que perdí y que repasaba en mi cabeza. El ajedrez me volvió obsesivo y tenaz. Ya desde entonces no olvidaba cada movimiento erróneo, cada humillante derrota. Adoraba los juegos en los que ambos lados eran reducidos a unas pocas piezas y en el que cada movimiento era importantísimo. Incluso hoy en día, cuando mi oponente es un programa de computadora (yo lo llamo “Dios”) que me derrota en ingenio nueve de cada diez ocasiones, me quedo pasmado ante su inteligencia superior, pero encuentro mis derrotas mucho más interesantes que mis infrecuentes victorias. El tipo de poemas que escribo —en su mayoría breves y que requieren interminables retoques— me recuerda los juegos de ajedrez. Su éxito depende de que palabra e imagen sean puestos en el orden adecuado y sus finales tienen que poseer la inevitabilidad y la sorpresa de un jaque mate ejecutado con elegancia.

Desde luego es fácil decir todo esto ahora. Cuando tenía dieciocho años, tenía otras preocupaciones. Mis padres se habían separado y yo estaba por mi cuenta, trabajando en una oficina de Chicago y asistiendo a la universidad por las noches. Más tarde, en 1958, cuando me mudé a Nueva York, tuve el mismo tipo de vida. Escribí poemas y publiqué algunos de ellos en revistas literarias, mas no esperaba que algo salido de tal actividad llegaría lejos. Las personas con las que trabajaba y hacía amistad, no sospechaban que yo era poeta. También pintaba un poco y me parecía un interés más fácil de confesar a un extraño. Lo que sabía con certeza es que mis poemas no eran tan buenos como yo quería que fueran, y estaba decidido, por mi propia tranquilidad, a escribir algo que pudiera mostrarles a mis amigos escritores sin avergonzarme. Mientras tanto, había cosas más importantes que atender, como casarse, pagar la renta, pasar el rato en bares y clubes de jazz, y cada noche, antes de ir a la cama, poner mantequilla de cacahuate en las trampas para ratones de mi departamento al Este de la calle 13.

Mayo 15 de 2012, 3:15 p.m.

 

 

 

Traducción de Luis Eduardo García

 

 

 

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