Tenía trece años cuando observé
Un corazón de vaca sobre la mesa
Pequeños rubíes incrustados
en el latido de sus franjas azules
brillos acuosos se desprenden
de un segundo tórax de hielo,
donde ríos inagotables y rojos
se vuelven cuajos
Uno cada vena, cada cartílago a tu forma
de observar las ternuras
del agua, creíste que bebías al mundo
bajo el desfile claroscuro del sol.
Bajo el eterno cobijo de una montaña
Plagada de astros y roturas.
El corazón profetizaba tinieblas no
Creadas todavía en luz
En las palabras contenidas,
En la dulzura del mugido, en las
Ubres de padre, madre y hermano
* * *
No es importante vivir en otro polo.
Solo hay que levantarse más temprano
organizar los días según se envejece
e ir inventando un diálogo
contigo. Te gustaría
vivir aquí. Puedes apropiarte de la música
que arrojan los glaciares. El día y la noche
no se distinguen
ambos paren luz infinita
que llena las paredes.
* * *
Él dibuja sobre la desnudez de una pierna
pliega la carne en un lienzo verde
lívida carne dibuja
en la otra carne de las hojas.
Que el graznido aparte la quietud de los muertos
y nazca de la nostalgia su narcótico.
No los prive de la luz que todo devora
todo abandona
en la mansedumbre
del mar
germina con los primeros instantes del sol
y lo sostiene
lo salpica de una pena
casi agónica
carente de convicción
para continuar dibujando
en la suavidad purpúrea, tenebrosa
sobre un nido de colibríes
donde se aloja esa misma luz necrótica
y ciega las posibles infancias de las aves.
¿Fue silencioso hablar de nosotros
y los frutos que mordimos?
Esther Galindo (Durango, 1984). Es una escritora radicada en Durango, México. Ha publicado Una llaga entre los muros (Torre de Babel ediciones, 2011) y Ártico (Mantis Editores 2012).