Fanny Enrigue. Odysseus

ODYSSEUS

 

I

Aró la tierra para sembrar sal como haría un loco, porque los locos no van a las batallas.

Tampoco alistan bueyes y asnos. Pero eso no lo pensó. No lo pensó él ni quienes miraban la sal cayendo.

Qué puede crecer de la sal además de la demencia. Qué puede ser más estéril que permanecer atado a una cama, a una mujer.

Él miraba caer la sal, como si fueran semillas o una vulva. Penélope, quizá.

Conducía a los animales, aunque parecía que tenía los ojos en otro lado. Quién sabe, de verdad, dónde tienen los ojos los enajenados.

 

Tú no estás loco, hijo de puta (o como eso pueda decirse en griego antiguo). Deja de hacerte pendejo. Tú no estás loco, pensó Palamedes

y puso al bebé en medio de los surcos

y el polimetis detuvo la yunta. Y fue a la estúpida guerra

e ideó un caballo. Un gigante rocín de madera

que perdió a miles de hombres. Y cada héroe muerto

por su espada semejaba tanto, tantísimo, a aquellos granos de sal

sembrados en la simulación de la locura. Cada grano de sal lleno de sangre

como su propio hijo en medio de la tierra.

Los locos, entonces ciegos. Los locos, los sin visión.

 

Detuvo a las desgraciadas bestias. Que se pudra todo el arado.

Telémaco, le dijo, aunque él no tenía palabra. Telémaco.

Luego lloró y fue por sus armas. Telémaco, hijo. Le habló y se embarró de su tierra.

El mar y todas las batallas. La memoria, cada cabeza que partió

con la espada era un grano de sal, el torso de su descendencia.

No existe el olvido, Palamedes ¿y la cordura sí?

 

II

Los locos no van a la guerra.

La venganza sólo viene de quienes tienen juicio.

 

Ni un eclipse ni la peste

acechando en forma de lobo desde los bosques del Ida

consumirían al ejército: de nada valieron las luchas del hijo de Nauplio. De nada

vale absolutamente ninguna lucha

si la vendetta se encuentra emboscada

como un grano de sal

en el cuerpo de un hombre. Bien puede llevarse el infierno

adentro de la cabeza.

 

Así el pago de falso labriego

a la destreza del ajedrecista. Así la recompensa, Palamedes, a tu meditación sobre el alfabeto mirando una bandada de grullas:

algunos cuerdos firman cartas con el nombre del enemigo

pagan al esclavo para poner en tu tienda

la bolsa de oro, la (falsa) traición como un surco visible a todas las miradas.

 

Algunos cuerdos siembran embuste, sal, cizaña.

Algunos locos terminan lapidados

hasta la muerte, a manos de sus propios hombres.

 

 

 

LICURGO

 

Un caballo tira de cada extremidad. Tres de ellos tienen la piel oscura.

Cierro los ojos y el animal que jala mi brazo derecho parece traspasar los párpados.

Yermo: hasta el último centímetro de esta tierra. Vi el hambre maldita trizarla y la sed marchitar cada brote.

 

Nada crecerá aquí, dijo el oráculo. Descuartícenlo.

O no volverá la fecundidad.

Y obedecieron.

 

El caballo que tira de mi brazo derecho levanta la cola y se desdibuja. Relincha mientras desaparece.

Surge entonces aquel séquito nocivo: las orejas puntiagudas y el vino;

las adoradoras de Dioniso cubiertas con pieles de panteras. Aparezco yo

rey de Tracia

a través de mis propios párpados arrugados.

Hago cautivos a sátiros y bacantes.

El dios ha huido. El dios, en una cama de algas, yace al lado de Tetis.

 

Al alba, se escuchan cadenas romperse.

Los sátiros danzan con el sonido de címbalos y gaitas, miran con lujuria a quienes están a su alrededor.

Los sátiros levantan sus copas, tienen el pene erecto.

 

Abro los ojos. Elevo el hacha una, dos veces,

diez, cien, hasta hacer astillas las métricas raíces de la vid

de todas las vides

cortar cualquier rastro que el señor del éxtasis haya dejado. Que sus pies no tengan memoria en nuestra tierra. Yo soy rey.

Levanto las vides destrozadas.

Yo soy rey.

Tengo los ojos abiertos al suelo lleno de sangre.

Por mis brazos corren ríos. Elevo mi trofeo.

Mis manos sostienen fragmentos de mi hijo muerto por el hacha

junto a mis pies. Mi hijo, que tomó forma de una vid.

 

Yo era ciego. Yo era rey.

Cuatro caballos tiran. Cada caballo desmiembra.

Sé ahora que el cuerpo se desvencija. Yo fui rey, un rey, también eso.

 

 

 

ASCLEPIO (fragmento)

 

Conozco el modo para devolver la vida a los muertos, doctor. No es posible dudar de mi vocación. Pregunte usted en mis tierras: hay gente que perdió los ojos y ha vuelto a ver. Conozco las propiedades de las plantas: a un hombre picado por una serpiente, abandonado en una isla, le amputé la pierna sin que sintiera el más mínimo dolor.

¿Sabe usted, por ejemplo, que el centauro me instruyó desde la infancia en las artes de la curación? ¿Sabe que Atenea me entregó dos frascos que contenían la sangre de la Gorgona? Pero no toda la sangre sanaba. Pero la mitad de la sangre era un veneno; la mitad de la sangre producía sufrimientos inenarrables.

Glauco, Glauco. Repitieron frente a un cuerpo que yacía en la orilla. Uno de ellos me suplicó: yo sé de tus dotes. Tráelo de nuevo/ a la vida. Y así lo hice.

Ignoraba que ese cuerpo pertenecía a otra persona. Ignoraba que Glauco era una criatura

parte alga / antes hombre // mitad mar / mitad culpable de la monstruosidad de Escila, antes hermosa // mitad hijo de puta / hombre.

Doctor, sé que es una historia complicada. Fue sólo confusión, ignorancia y cuando fui culpado por ello

(nunca antes lo pensé siquiera)

a quien antes yacía muerto di el tóxico, la sangre del frasco cerrado, la sangre de la oscura Gorgona. A quien antes yacía y yo mismo había regresado a la vida. Muerto estaba.

Se burla, arreglándose la bata, de mis palabras. ¿Sabe usted que Quirón fue mi maestro? ¿Sabe usted que todo su maldito conocimiento me lo debe, en parte a mí?

 

 

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