Gabriel Rodríguez Liceaga. Fiera de la Balbuena

 

FIERA DE LA BALBUENA

Para Gabriel L.V.

 

 

Son dos, el hijo de Bruno y el hijo de Cristóbal. Estudian en la misma escuela pero en diferentes grados. Uno trae peinado de hongo, el otro corte militar. Pocas veces se saludan con algo que no sea un lejano gesto: una mueca de enemigos. En común apenas si tienen un par de caricaturas y la talla de zapatos. Eso sí, se conocen perfecto a la hora de los chingadazos.

Primero el hijo de Bruno:

De él no hay mucho que mencionar: su vida es el gato que era de mamá. “Sólo nos dejó ese pinche animal desobediente”, dice el padre. Ese gato al que mamá nombraba diario de una forma distinta y que por lo mismo rara vez sabe cuando se están refiriendo a él. Nunca viene a saludar o a untarse, ni responde a otro estímulo que no sea el idioma de su platón de comida abandonado el piso y regresando a él. Blanco como la espuma, fuera de foco en toda fotografía, agilísimo, su presencia es la del humo en la noche. Ese gato domina la Jardín Balbuena, colonia de aviones en descenso. Pasa uno volando y el gato se encrespa, sus pelos se levantan, arquea el cuerpo, odia estar vivo. El hijo de Bruno se le queda viendo con una mezcla de envidia y asombro. El sencillo asombro que sienten los niños frente a las cosas que también están vivas. No es correspondida la fascinación entre animal y niño. El gato es huraño y tosco. Y eso que la otra vez a manera de trofeo el gato cazó un murciélago y fue y se lo colocó entre los pies mientras hacía la tarea. Sabe dios de dónde lo sacó. Ya después se enteró el hijo de Bruno que los gatos son excelentes cazadores y que, además, los murciélagos son roedores. El niño moría de ganas de comentárselo a su padre pero luego pensó que sería mejor guardarlo en secreto. Papá llegará borracho, ya de noche y ansioso de otras cosas. Se puso a jugar con el murciélago: le abría y cerraba las alas. Lo conservó en una caja de zapatos hasta que empezó a oler mal y luego decidió enterrarlo en el jardín de enfrente. Nada romántico ni ceremonioso. En el primer agujero disponible sepultó al animal muerto, a patadas rellenó de tierra el hueco. Sin rezos ni cruz hecha de ramas.

La muerte.

El hijo de Bruno jura que su madre falleció a causa de comer demasiada azúcar, algo así le dieron por explicación. Se le queda viendo con recelo a los terrones apilados en un bote de la cocina. Juega a que envejece mientras los cuenta y los analiza como se mira a un monstruo imaginario transformarse en profesor de la escuela. Le ofrece uno al gato apretando los dientes, añorando cuidados y ropa tibia. Siente la lengua dura y rasposa del gato acariciándole la palma. Tragándose esos puntitos de muerte. Y luego lo ve irse por la ventana. Todas las noches sale a hacer sus rondines. El niño se queda solo con su alma.

El hijo de Cristóbal:

Evita mirar a los ojos, no saca buenas calificaciones, no memoriza chistes para reproducirlos y así llamar la atención. Aprendió a cruzarse la calle solo, como los perros de la calle. Le gustan las estrellas, con todo y que rara vez se alcanzan a distinguir en el cielo de su ciudad. Tiene en casa un libro enorme con ilustraciones del mundo entero; de los continentes, del país segmentado y -página veinte- de las constelaciones de la noche. Quisiera memorizarlas, inventar nuevas, apodarlas con otros motivos. No tiene una favorita. Le fascina el juego de una-los-puntos entre estrella y estrella formando animales del mito, guerreros, una báscula.

Sale de la escuela, la mochila le pesa, camina hasta su casa. Está entregado a la recolección de corcholatas de refresco. Sería sencillo emplear las de cerveza que están regadas por toda su casa pero si algo le molesta en la vida es todo lo que huele al hocico de su padre. Él prefiere irse caminando sin pensar demasiado por dónde, procurando toparse con corcholatas olvidadas en alguna parte de la banqueta. A veces también se encuentra con alguna moneda de un peso o hasta de cinco ¿Pero eso qué? Lo que él necesita son corcholatas. También sería sencillo ir al mercado y recolectarlas en la zona de las fonditas. Igual el hijo de Cristóbal no tiene prisa, prefiere que sea así: de una en una. Y que individualmente tengan sus propios brillos y tramas.

Camina cabizbajo. Caminaría así aunque no buscara nada en el piso. No hay mucho por qué levantar la mirada, más que para admirar estrellas, pero a esta hora sólo aviones rompen el tapiz azul y malencarado del cielo. Camina cabizbajo y cuando escucha que está por pasar un avión le gusta imaginar que aquel escándalo se trata del sonido de una ola inmensa que acabará con todo. Eso lo aterra y a la vez salva. Escucha la ola gigantesca y se quita los lentes, los guarda en la bolsa del pantalón para no extraviarlos y evitarle la molestia a la mujer a quien, sin serlo, llama madre.

Hoy es su día de suerte: ¡ahí está Régulo! Entre un puñado de corcholatas que no forman constelación alguna, a un lado de la hielera en una taquería del camino. Régulo, es decir: la pata de la fiera. Es Leo la que acapara la atención actual del hijo de Cristóbal, la que hace que las tareas de Español o la tabla del ocho carezcan del menor valor. Condenada tabla del ocho, bendita constelación del León. Y a la vez Régulo, la que le falta. Alegre levanta la corcholata del suelo y con un soplo insinúa limpiarla. La arroja al aire como una moneda cuyas dos caras lo hacen vencedor. La atrapa cayendo. Con pasos de entusiasta toma, ahora sí, el camino a su hogar.

Está alegre. Ni los moretones duelen.

El padre de Cristóbal está asomado por la ventana, mira a su hijo hecho un borrón a la distancia. Se siente culpable de algo que no recuerda o prefiere no recordar. Lo mira caminando lento y se reconoce en él. Sonríe. Mientras eso pasa se acaricia los músculos de los brazos. Y sí, su fuerza sigue ahí. Luego mira al hijo enjuto y flaco esperando a que no pase ningún automóvil para poder atravesar hasta el otro lado de la calle. Eso al padre le parece una muestra más de debilidad. ¿O será el ron quién opina eso? El hijo de Cristóbal se agacha y algo pone en el suelo, no sin antes calcular meticulosamente en dónde va a colocarlo ¿Algo? ¿algo que brilla? Ajá, el ron ya le nubla tanto la mirada como los pensamientos. El padre recupera los ánimos y decide rellenar un vaso más. La pura mitad. Total.

Cristóbal no nota, y es porque del firmamento no sabe absolutamente nada, que su hijo está reproduciendo las constelaciones en la calle utilizando corcholatas como estrellas.

Es así: coloca una corcholata y espera a que el natural paso de los autos la aplaste y fije. Calcula los millones de años luz entre estrella y estrella utilizando pasos de gallo-gallina. Se guía con su Atlas y los esquemas que dibuja una y otra vez en las páginas finales de sus cuadernos. Cáncer no le costó tanto trabajo.

Regularmente se queda todo el tiempo para autorizar el buen aplastamiento de la tapa, hoy el ímpetu le ganó y colocó a Régulo antes de subir a casa. La pata con que queda terminado el León. Confiado, abandona su obra y sube las escaleras para saludar a la mujer a quien llama mamá, distraerse un poco y en breve regresar a la banqueta.

–¿Cómo te fue, hijo?

No soy tu hijo, piensa…

–Bien. Metí un gol. ¿Y papá?

–Dormido. ¿Te quitaste los lentes para jugar?

–Ajá. Voy afuera, regreso cuando me grites.

Para el hijo de Cristóbal, Mamá Postiza es una buena mujer que se preocupa más por las gafas que trae puestas que por él.

De papá prefiere no opinar.

De nuevo en la calle, se sienta en la banqueta. Imagina cómo debe sentirse meter un gol. O siquiera pegarle con destreza al balón. Sentado ahí no pierde de vista su corcholata y cruza los dedos en espera de que un auto la aplaste. A veces pasan horas sin que el azar de las llantas siquiera roce el redondel de metal. Pasa un carro muy cerca, pero no tanto. Realmente no es muy transitada esa calle, el hijo de Cristóbal por lo menos cada quince o veinte minutos tiene la esperanza de ver aproximarse la micro que va rumbo al Puerto Aéreo. Lo malo es que la pata de su León está muy cerca de donde comienza la banqueta y los autos pasan al mero centro. Eso no lo previó. Podría hacer trampa y con el martillo de papá golpear fuerte la corcholata. Pero, de no pasar todo el día contemplando su personal noche a ras de calle, qué haría para matar la infancia. ¿Matemáticas? Mejor se emboba mirando la constelación, hermosísimo archipiélago de tapas.

Los moretones le comienzan a doler de nuevo. Esta vez no tiene tantos, acaso un grupo de figuras moradas en su brazo, uno grande en el costado y con color de flema. Otros más en las piernas. Fomenta las lastimaduras presionándose los puntos de sangre machacada, goza con aquel minúsculo dolor. Viene la micro, aparentemente aplastará a Régulo. Y… Pero… ¡No! apenas si unos centímetros al lado. Se lamenta sin cambiar la expresión de su rostro. Duelen los moretes, son presencia. Hace dos semanas y media que no es golpeado por el hijo de Bruno. Lo que sí tiene desde entonces es la lastimadura que habita dentro de su nariz. En el tabique, adentro. Producto de un puñetazo bien dado. Lleva todo este tiempo manteniéndola viva. Le arde. Incluso a partir de ella le ha nacido el tic de abrir los orificios de la nariz resarciendo así la existencia de tal llaga. Lo que hace es arrancarse la cicatriz y así la herida se conserva roja y molesta. Un recordatorio constante de que todo está mal y de que acerca de su padre prefiere no opinar. Allá viene un auto rojo. ¡No! Se tiende hasta el otro lado de la calle. En eso se le va la tarde: mirar coches y sus desatinos. Algunos sí pasan por encima de la corcholata pero para que ésta se clave en el pavimento se requiere de mucho más que eso. Cuando él sea grande y sepa manejar y pueda comprarse un coche, verificará que aplasta todas las tapas de refresco que se le crucen en el camino. Aguarda entonces a que no pasen más autos y se quita las gafas; con saliva y su camisa los frota dizque limpiándolos, piensa en Mamá Postiza arriba, preparando una cena para nadie. Bosteza. En ese momento suena un avión acercándose. ¿O será la ola que lo fulmina todo? Aún sin colocarse las gafas, el hijo de Cristóbal mira el cielo como una enorme mancha fuera de foco, pálida y repleta de algodones difusos. ¡Es un avión partiendo las alturas en dos! Hay que seguir vivo. El escándalo que la nave provoca impide pensar. El hijo de Cristóbal abre los orificios de la nariz haciendo una mueca sin nombre y siente la herida como si se tratara de un color que no existe. El avión va abandonando la escena.

Viene un taxi a lo lejos. Si tan sólo el pasajero se bajara en su casa, tal vez al estacionarse aplanaría la estrella.

Y así es, el taxi baja la velocidad y posa su llanta trasera justo arriba de la corcholata Régulo. El niño se coloca las gafas de vuelta y reconoce que quien baja del auto es el papá de Bruno. De golpe, cada uno de los moretones en el cuerpo del niño duelen, reafirmándose. Quisiera huir, más bien se queda pasmado, como una corcholata ya bien afianzada en el suelo.

Aún floja, la pata del león pierde brillo y deslucida representa tantas cosas. El papá de Bruno le despeina el cabello en algo que pretende ser un saludo. Se viene ya tambaleando.

–¿Está tu papá, chamaco?

–Dormido.

–¡Qué dormido!

Luego una grosería.

El hijo de Cristóbal retoma su localidad en la banqueta, nada cobra sentido. Pasan como seis autos y quince minutos entre la majadería y la imagen de los dos compadres abrazados alejándose con rumbo a cualquier cantina de las colonias malas que rodean a la Balbuena. De los seis coches ninguno se acerca siquiera a la corcholata. Al hijo de Cristóbal lo subraya una pesadumbre de ojos enfemos y pocas opciones. No hay huida. A lo lejos mira una montaña. Dicen que afuera de la ciudad las estrellas son menos tímidas, que en esas montañas toda noche llega galardonada y uno puede reconocer cualquier constelación entre la turba de explosiones acomodadas allá a lo alto, en eterna Navidad. Quisiera irse para allá. Ya no quiere tocarse los moretones, ni siquiera pasar la tarde viendo autos conducidos por gente sin rostro. Escucha el grito de su mamá. Es hora de comer.

Mamá se sirve más pasta. Silenciosa, está pensando en lavar los trastes antes de siquiera ensuciarlos. Tiene ojos de maniquí.

–Acábate tu sopa.

–Ya no quiero.

–¿Hiciste la tarea de matemáticas, hijo?

–Sí.

–Ponte suéter si sales otra vez.

Realmente Mamá Postiza cree que todo se arregla si traes suéter puesto.

También saliendo de la escuela y camino de regreso a casa, el hijo de Bruno se encuentra al gato de su madre. Quién sabe cómo se llama esta semana. El gato lo espera a mitad de la banqueta lamiéndose el cuello. Él no sabe cómo cuidar a un gato, desearía que éste fuera más bien un perro. Aunque tampoco sabe cómo cuidar a un perro. El gato se echa a correr por debajo de los autos estacionados y el hijo de Bruno, sin entender por qué, lo persigue. Le gusta creer que el animal lo que quiere es llevarlo a algún sitio, descubrirle un pequeño mundo en donde mamá sigue viva. Persigue al gato que le dobla la distancia pero de vez en vez se frena para esperarlo, lamerse el cuello, verlo como miran los gatos, con la mirada perdida en dirección a la tierra de los muertos. Y se van los dos, gato e hijo, internando en un parque que antes no estaba ahí, un jardín de descubrimientos. El hijo de Bruno jura y cada vez está más seguro de que aquel gato con mil nombres lo está llevado hasta donde su madre accederá a cortarle las uñas de los pies y le dará a elegir entre dos postres. Hasta que el gato brinca a las ramas altas de un árbol. Desaparece. El hijo de Bruno se queda sin amor de madre y lejos de casa, con el corazón latiéndole como debe latirle a los marineros que sobreviven a una tormenta. Sin mamá.

Mejor debería buscarla en un espejo, en ciertos gestos, en sus cejas de azotador, en su forma de morderse los cachetes desde adentro.

Regresa a casa con ganas de meterse a bañar. No lo hará. Entra al ataúd de su hogar. Inmediatamente va a la cocina y se mete a la boca siete terrones de azúcar, uno tras otro. Su padre ya no está, sin duda salió a beber. Bruno se queda dormido en el sillón. Hace mucho que no usa su cama, quisiera temerle a lo que vive debajo de ella, pero no, crecer ha sido horrible. Asume que sus pesadillas también son de adulto ya: sueña que el edificio en que vive se transforma en un parque de diversiones del demonio. También que su cuerpo es lento y de extremidades deformes, luego una enormísima bola de papel maché lo persigue lentamente pero jamás lo aplasta. Los espejos vibran, las figuritas de porcelana se incomodan. Pasa un avión. De estar aquí el gato, se encresparía maullando. El hijo de Bruno despierta y ya es de noche. No es un avión lo que se escucha. Son golpes. Papá está otra vez queriendo abrir la puerta a patadas. Instintivamente el niño corre para abrir la puerta.

–Vente –dice el padre.

–Hoy vi un murciélago muerto –dice él y es como si no dijera nada.

Afuera un taxi espera. Abordo de él está el papá de Cristóbal haciendo reír al chofer, obligándolo a beber del pico. Esto ya lo vivió el hijo de Bruno pero siempre que pasa le recuerda la incertidumbre de la primera vez, los gritos de a dónde me llevas, papá, a dónde me llevas. Él también tiene en todo el cuerpo moretones que se lo recuerdan. Va sentado en la parte de adelante del vehículo. Le gustaría entender lo que su padre viene platicando con el papá de su contrincante. Son sólo frases sueltas. Chistes que de alguna manera, tal vez en otro idioma, deben de ser graciosísimos.

Hace frío. El taxi se frena a un lado de la constelación de Leo.

–Es por tu bien, hijo. Para que te curtas –dice el padre de Bruno.

El hijo se le queda viendo, de pie en medio de la calle y enfrente de esa casa que ya conoce de memoria aunque no sabe dónde en la Jardín Balbuena se ubica.

–Para que te curtas. Mi papá, tu abuelo, me hacía lo mismito y mírame. ¿Eh?  A poco no quieres ser como yo. O mejor aún: cómo él. Ganar todas las peleas. Para que te curtas.

Hace frío, de esos que se meten en la ropa. El papá da unos golpes al aire mientras habla y le ofrece al niño, de pura guasa, una botella aún repleta. “Para que agarres valor”. Luego cree que ríe, pero no lo hace. El taxi ya se ha ido. Sí, el frío se les mete en la ropa. El padre sigue balbuceando:

–Para que te curtas y cuando estés en el ring busques a tu padre entre la gente. Y tus hijos pondrán tu foto en una vitrina y atesorarán tus guantes. Yo eso ya no lo veré porque estoy viejo.

Para que se curta, lo hace.

La mujer a la que el hijo de Cristóbal llama madre está en la puerta gritándole a su esposo hasta de lo que se va a morir:

–Métete y deja de estar chingando, pinche vieja pendeja –le responde él.

La mamá histérica consigue calmarse con la promesa de que su nene por lo menos se pondrá suéter.

Bruno observa a la mujer y piensa en su difunta esposa, cualquiera que fuese su nombre. Ya le pasa como con el gato. No la recuerda desnuda, ni entrando en él, ni en final gozoso, ni nada. Una muerta.

El hijo de Cristóbal se está colocando el suéter al momento que el primer golpe le truena los lentes. Pasa un avión más lento que lo normal, es el último que entrega la noche. La ola asesina es un puñetazo certero en el estómago que le deja sin aire y con una mano dentro del suéter y la otra castigada en su espalda. Trata de soltar algún cabezazo, algo. Y sí, con el coco le abre la nariz a su enemigo. Los moretones viejos son suplantados de a poco por nuevos y bien dados golpes de ducho nudillo. Ambos hijos se odian así porque sí. Escuchan al mismo tiempo las risas y gritos de los dos papás, alegrones como en bronca durante un clásico América Chivas. El hijo de Cristóbal se acomoda el suéter. Siente que el ruido del avión, de ese avión que pasa, lo dejará sordo para siempre. Levanta los puños y se pone en guardia, como un bebé que con toda naturalidad sabe agarrar el gatillo de un arma. Siente y prueba sangre en sus labios. Se lanza para estorbar al hijo de Bruno. Lo abraza, caen al piso. Ahora son un bulto vestido para dormir soltando golpes y rasguños. El hijo de Cristóbal no se cortó las uñas. Estas instancias del duelo a los papás los aburren, uno de ellos los separa. Uno de los niños se pone de pie y patea en la espalda al que se quedó en el suelo. Una patada, dos patadas. No quiere dar una tercera. Es el hijo de Bruno. Ya quiere regresar a casa, comer azúcar y morirse por ello, ver al gato huir por la ventana, estar en el cielo con mamá. Tres patadas. ¿A qué hora dejó de pasar el avión?

Adiós doscientos pesos en ron, piensa Cristóbal. Y de puro coraje va a donde está su hijo, su estirpe derrotada.

–¿Cuándo, chamaco, cuándo? Le dice mientras lo levanta. No se despide. Se aleja como un mal perdedor–, ¿cuándo me vas a dar una victoria?

Entran a casa. Mamá Postiza está ahí pero a la vez está ausente. De inmediato prepara algo con que sanar los golpes que aún le laten a su hijo en todo el cuerpo.  Pero el padre la aleja. Al fin y al cabo que no salió de tu vientre, murmura:

–  No lo mimes. Lo que menos quiero es que nos salga maricón.

El hijo no ve nada, perdió las gafas y es eso lo que más le duele. Su padre se hinca, se acerca como si fuera a besarlo en la boca. No sucede. Papá es un semblante fuerísima de foco, maloliente, rojo y que claramente le dice te odio con otras palabras:

–Por lo menos no soy yo el que te pega, hijo.

Por lo menos. Y tiene razón, no son sus puños los que lastiman al pequeño. Es el hijo de su compadre y sus dos puños son rencores, todo el sacrificio que traer un alma al mundo conlleva. Yo no te desee. Yo no te elegí. Pero por lo menos no soy el que te golpea. El padre, con un trapo de cocina, le limpia la sangre que chorrea mansamente abajo del ojo de su hijo. Su hijo.

Al día siguiente y, gracias a la cruda, dividido en dos almas que no se pueden llevar bien, Bruno se levanta y encuentra, a manera de trofeo que un gato dejó, en su buró y al lado de un vaso de ron nadando en hielos ya hechos agua: los lentes rotos del hijo de su amigo.

Bien. Algo que presumirle a su compadre la próxima vez que en cualquier mesa de cantina uno de los dos compadres se ponga muy salsa y ande diciendo:

-Mi hijo es más fuerte que el tuyo.

 

 

 

Gabriel Rodríguez Liceaga nació en la ciudad de México en 1980. Ha publicado las novelas Balas en los Ojos y El Siglo de las Mujeres, además de los libros de cuentos Niños Tristes y El Demonio Perfecto. Es ganador del Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2012 con Perros sin Nombre y finalista del concurso de relato Cosecha Eñe 2013 en España. Twitter: el_neb

Este texto pertenece al libro Fiera de la Balbuena y otros textos, publicado en Luzzeta, Enero 2015

Foto: Diego Cadena Carreón

 

 

 

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