Sergio Ernesto Ríos. Poe/CIA

 

 

Vivimos en la era de los antimonumentos y solo queremos levitar entre esos jardines de polígonos colgantes, que había en Babia y Babilonia, tan abuelitos de los pixeles, con la bella o fea dama, dulce o amarga, de las caracolas sin piedad. Vivimos en la era de los antimonumentos y en la era de la anticreatividad y, por supuesto, vivimos en la era de los antimurales.

 

 

Somos archiduques siderales y nuestros ojos se volvieron fieltro en el espacio exterior, éramos dos archiduques siameses coronando águilas imperiales y águilas republicanas pero en pico cerrado no entran sierpes, somos archiduques con los cráneos rasurados y tatuajes o descubrimientos del tercer ojo en forma de estrellas (obviamente muy obvias y cheguevarianas).

 

 

Y debimos detonar todos los antídotos y todas las tapaderas y los tapojos y los taparrabos que borlan flojos mitos genésicos, el caracol en el hombro es el nuevo perico del pirata, somos el ciempiés hacker ultraísta. Es la era del ultimátum. La era de los escarabajos sibaritas. La era del cuervo que espía dos huevos kínder sorpresa orgánicos eternamente blancos y minimalistas.

 

 

Todo lo aborrecemos, todo nos borra y nos desnuda el cráneo como una pieza desmontable, quiero decir afuera de la calavera todo nos dice muertos vivientes. Cascos. Caperuzas ciberpunks. Yelmos biónicos. Morriones retrofuturistas con wifi. Extras monocalavéricos de alguna película de Carpenter. Ni eso, una coreografía de zombis bailando el meneíto. Qué haría frankenstein con el hueso frontal expuesto a la danza de una libélula sirena o colombre o centauro de un tornillo.

 

 

Vivimos en la era de los antimonumentos debimos detonar la palabra creatividad, repetirla al revés como un exorcismo, repetirla tres veces dadivitaerc, dadivitaerc, dadivitaerc. Vivimos en la era de los antitítulos en la era de los lugares comunes. Debimos volver nuestros ojos los capullos de algún pulpo mimético, debimos domeñar una manada de escarabajos. Debimos saber que no era el París de Leopoldo Flores el París que Leopoldo Flores contemplaba extasiado en los ojos de Arturo Montiel Rojas en el año 2004.

La era del escriba que traza un astrolabio o la era del escriba que nunca termina de hacer una larga a roja y anarquista. Este es el mameluco del anacronismo. Los ritos de Trent Reznor en el año de 1996: el hombre que come moscas a cucharadas, los cuencos saltimbanquis y las zarpas del guepardo de los sueños de juguetería yanqui.   

 

 

Debimos crecer en cardos, en anélidos, en cuervos como olas de mutilación o como hélices, como olas de mutilación o como hélices, la guitarra cíclope neurótica nunca más amará la trova, promete que nunca jamás volverá a amar la trova.

 

 

Vivimos en la era de los antimonumentos y solo queremos levitar entre esos jardines de polígonos colgantes, que había en Babia y Babilonia, tan abuelitos de los pixeles, con la bella o fea dama, dulce o amarga, de las caracolas sin piedad. Vivimos en la era de los antimonumentos y en la era de la anticreatividad y, por supuesto, vivimos en la era de los antimurales.

 

 

 

Sergio Ernesto Ríos (Toluca, 1981).

Publicó Quienquiera que seas (FOEM, 2015), Brazuca (Palacio de la fatalidad, 2015), Obras Cumbres (Bongobooks, 2014),  La czarigüeya escribe (Editorial Analfabeta, 2014), en coautoría con Diana Garza Islas, Muerte del dandysmo a quemarropa (Universidad Autónoma de Nuevo León, 2012) y Mi nombre de guerra es albión (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2010).

Imparte los talleres de poesía latinoamericana Periferia de Escribidores Forasteros en la Ciudad de México y Toluca.

Trabaja en la librería Mi Primer Día en el Salón de la Fama.

Es becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes.

 

 

 

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