Azusa Kurosawa estudia el Monte Fuji
En el año 864 el volcán entró en erupción.
Sobre la lava creció
el bosque Aokigahara;
la gente prefiere llamarlo Jukai
que quiere decir mar de árboles.
Hoy nos adentraremos en él.
En la entrada hay un auto aparcado desde hace meses.
“El suicidio era un acto propio de los Samuráis”
me explica mientras grabo el paisaje y sus pasos.
En el pasado las familias pobres abandonaban
a los ancianos en las montañas.
Hace treinta años que trabaja aquí. Su hijo menor
entró al bosque y no regresó a casa. Azusa
guarda algunas pertenencias
de los cadáveres que nadie reclama.
Hacemos una pausa. Busco pequeñas piedras para llevarlas conmigo.
Han pasado varias horas y no he escuchado ningún pájaro.
Me siento junto a un árbol y abro el libro en una página cualquiera:
Esta mañana me despertó una voz
que regresaba desde mi infancia.
“Encontré algo.”
Enciendo la cámara, es un espejo, un paraguas y un mapa.
El mapa pertenece a otro lugar.
En este bosque hay innumerables senderos,
por lo que es fácil perderse.
En dirección al riachuelo alcanzo a ver una cinta amarilla
atada a un árbol.
Me explica que las personas, cuando no están muy seguras
de querer morir, las colocan para encontrar la salida.
“Si sigues la cinta, al final siempre encuentras algo”.
En la corteza está clavado un mensaje con ideogramas rojos:
“No me busques”.
Frente a la cámara cuenta que hace tres años
halló en la hojarasca un manual de suicidio.
“Estaban todas las formas que pudiera imaginar”.
Había un capítulo dedicado a Jukai, y otro sobre el puente Overtoun.
El manual explicaba por qué
las personas y los perros elegían estos lugares
para matarse.
Llegamos a una casa de campaña, hay alguien adentro,
no alcanzo a mirar su rostro, tampoco Azusa.
La voz con la que le habla
es como la de un padre disculpándose con su hijo.
Me hace una seña y nos retiramos. En este momento un ave blanca
y otra negra se posan sobre la ramas de un ciprés.
“Cuando los encuentro colgados pienso que son como los títeres
que veía de niño”.
A estas alturas me confiesa guarda un álbum
con las fotos que llevan consigo.
Por las noches escribe para no dormir.
Cuando lo vence el cansancio sueña ser una anciana,
lleva en la mano filosas tijeras, vaga por el bosque
y se confunde con los demás viejos;
juntos miran cientos de ahorcados.
Su labor es cortar cada hilo.
Cuando está por regresar, el bosque cobra un tono azul.
Al llegar a la carretera pasa una ráfaga de viento,
después (sucede así desde hace veinte años) escucha
la voz de su hijo entonar una canción tradicional
que aprendió de Azusa.
Juan Porto Granados nació en León en 1986.