Zona de Influencia
I
Lo gritó antes, lo reitero. No sé
(quién) en qué paréntesis de la pesadilla,
en qué fracción del perímetro: “Muertos
atrás un rebaño de parientes
se divierte, implosiona.”
Cada vez que lo repite,
el perifoneo de la digresión amenaza
con reclutarme
aunque no lo quiera. Y
ahí voy. Me coloco
al centro de cualquier rotonda
y apunto con índice al extrarradio,
al sitio que llaman horror
cuando esta ciudad (estantigua)
se contrae hasta la asfixia,
se contrae como clamidia. Aquel dijo
estos muertos son míos; respondí:
“la apnea es un trastorno”, lo
grité, pero no
recuerdo
cómo.
II
Lo que aúllo (desde el Danubio) es armazón
de remos. Bramo tanto como braceo
(con precisión esbirra)
a un sitial sin félidos pero marismas.
Y luego de ramaje golpe: el límite,
lo inhóspito. El pánico abreva
de mis fantasmas.
Tiempo de reír o rizar.
Navego entre Los Sauces de Blackwood;
entre sus hojas se confunden cadáveres
con nutrias.
A cada brazada se expande el sonido
de su mundo. El murmullo de su zona
de influencia, a cada milla
náutica,
va
gastando (se)
la res—
(ex) piración.
III
Intenta dormir con la flaqueza de la traslación.
Daniel Téllez
Bajo el sobresalto de quien sueña traspaleos
en el traspatio pluvial del caserón de Artesanos,
arde la holganza demasiado pavesa
de vapor (o pavor) aquella plancha abuelastra
que rezuma aroma añejo entre Jesús y Puebla,
a pasos del Parque Refugio. En letargo
viene un carcamal a soplar sobre estas puntas
pulgares (el mito asegura te jalarán los pies).
Es traer a colación ancestros
en emboscada
(es lógico) si de lógico hubiera
algo en esta punción.
IV
No sumaría media docena
aquel puñado de usurpadores
(tampoco ovejas a cuentagotas
si de contar se trata el reposo),
de estos muertos marionetas,
de estos muertos ultrapunks
(caterva de ladrones redivivos)
que van
ennumerándose en pares
hibernaciones. Tal vez tres
o cuatro
puntuales. Entre
dientes.
V
Asomarse a la mirilla del mal sueño
y a sus consecuencias diacrónicas.
Tras esa brecha digamos primero hay un afuera
y afuera nadie.
Pongamos que un alopécico Pastor
Inglés se revuelve en su rincón.
“Tranquilo”, lo aliento
mientras sobo su lomo que desprende cabellos
grises
y
blancos
sobre la alfombra.
Soñemos que llaman a la puerta de la ilusoria
casa Providencia (cuyo nombre
me provoca entre risa y estupor). De nuevo
coloco el ojo en el conducto
y ahí la silueta de los abuelos
(“déjanos en paz”, gritan),
de la tías tan Siglo XIX
y la de don José, el antiguo
jardinero.
Carver (el perro) aúlla tres,
cuatro veces. Yo exhalo
un rugido
cavernario.
Y la escena se repite,
se repite. Y así
nos vamos haciendo más,
cobardes cada noche,
hombre y perro,
perro
y
hombre.
VI
De oídas he de confirmar
el tañido de campanas
y joyería hindú
que
se parece al miedo de los perros,
a su preventivo hormigueo cervical,
a sus lamentaciones;
de cerca al Bohor de Xenakis
y sus capas fractales,
pero
nada como el chirrido de este cráneo
desgajándose en virutas al rascar las púas de la sierra
VII
De pronto un perro (no Carver,
otro más viejo
y triste) me olfatea mientras duermo
o creo soñar que duermo.
Y un buen baño te haría falta —dice—.
Pero por dentro, donde se pudren
esas vísceras, lóbulos
o sobresaltos
que yo
ni de broma
masticaría.
VIII
En esta galería de imposibilidades
también guardo un rincón para ese
adversario
falto de todo
civismo.
No puedo desmenuzarlo. Ni
siquiera estrechar su mano
como señal de quimérica tregua.
Al tocarlo (todo) se desvanece
sin oportunidad
de bajarle algún premolar o
malvarle los párpados.
IX
Habrá que suprimir los paréntesis
del sueño. Esos lapsos
(huecos y omisiones) en que transitan episodios
imposibles de recapitular.
Prometo acordarme (la próxima vez)
de los endriagos, cormoranes
y
los perros macilentos.
Prometo mirar fijo
(a los ojos) al último muerto,
hasta pulverizarlo,
antes que vuelva a colarse
por las rendijas de esta escritura.
X
Polifónico o plenilunio
me doy
al río de Los Sauces. Imperativa
orden de embarque o desembarcadero.
Nada me resta (apenas
forcejeos). De navegación
domino lo mismo que de logaritmos
tónicos.
Diletante del sotavento y
del guardamancebo
(no se olvide, esto es un mal sueño),
escupo síncopes luego del primer tirón.
Talismán me vendría una brújula o una brisa
orientadora,
(acaso un Turco con quién discutir)
aunque voy a suerte. Entre tanto
desconcierto viene a cuento La barca
de Dante de Delacroix.
XI
Del sueño
entre oleaje noctívago cuelgo
hasta boyar amortajado de sargazos
y sal todavía
en comisuras de algo semejante
a mi boca anfibia.
Esto parece un naufragio:
despertar como zafarse de la nada tan elegante,
entre locuciones cercanas a “helicoide ideograma
hundimiento” “lluvia en Danubio
desplome”.
(El horror
es aroma que invade horas-reposo,
alarmas que resuenan entre disneas,
tus carcajadas sobre el concierto para clarinete de Copland.)
Salgo entonces para carearte
entre circunvoluciones y sudor
pero sólo encuentro esta danza involuntaria,
amenaza derritiéndose casi a las cuatro a.m.
Sobre la mesa
de noche, se expande el tiempo;
con sopor
enciendo una lámpara, me coloco gafas
para guiñar a Carrera desde su caverna
que entre nictógrafo y muda
aúlla: yo me impongo en tu muerte
a pesar de mis rugosas córneas,
de estas constelaciones rompecabezas
en que ciertas pesadillas asomas la nariz.
(Es el estruendo de una tormenta que no escucho,
es trastabillar entre moblaje que no existe,
frasco de benzetas
vacante.)
Pero tengo que llegar a orilla
y gritarte abstruso “non serviam”,
“mis sauces no te pertenecen”, “no
navegaré tu torrente”. Desde ahora
yo capitán
comando
la ruta de tu luz inversa,
tu voluntad entumecida hasta el momento
en que te plazca aparecerte
otra vez.
Gerardo Villanueva (1978) ha publicado los títulos de poesía Transterra, patrivium y Feu G Rare.
Imagen: Alfred Kubin